“a common aloofness, differently manifested — a common melancholic sense of humour; each in his own way saw life sub specie aeternitatis.” (Evelyn Waugh)
Pues la mirada cristiana de la historia es una mirada de la historia sub specie aeternitatis, una interpretación del tiempo en términos de la Eternidad y de los eventos humanos a la luz de la Revelación divina. Y así la historia cristiana es inevitablemente apocalíptica, y el Apocalipsis es el sustituto cristiano de las filosofías seculares de la historia. (Christopher Dawson)

miércoles, 22 de agosto de 2012

El último rey legítimo y su última aventura



EL FINAL DE LOS ESTUARDO
10 (o, como debemos decir ahora, 20) de diciembre de 1688

Por Hilaire Belloc

Los Reyes de Inglaterra se habían sucedido legítimamente, o alegando ello, desde la conquista normanda hasta fines de 1688, cuando las clases inmigrantes y mercantiles, apoyadas en el fuerte apoyo religioso en Londres y gracias a la impopularidad del Rey en el Oeste, recurrieron a una ejército extranjero y transfirieron la Corona de Jacobo II, el último Rey legítimo, a su hija y su esposo.

En los viejos tiempos, era recomendable para quienes en Londres querían viajar por el Támesis, o cruzarlo, esperar la marea alta, puesto que en todos lados a lo largo del estrecho arroyo que quedaba cuando había bajada, desde antes de Westminster hasta pasando la Torre, se formaban grandes extensiones de barro que impedían aproximarse durante tres cuartos del ciclo de la marea, excepto en unos pocos lugares donde una zanja o un canal entraba en la corriente (como en Fleet) o donde (como en el centro de Londres) se habían construido embarcaderos sobre el agua.

Eran las dos de la mañana y la marea estaba alta aunque no en su punto culmen. La corriente de agua corría bajo los muros del Palacio, pasando San Esteban y a lo largo de las casitas que se apretaban en la costa de Westminster, donde se amarraban los botes. La noche estaba en penumbras, corría un fuerte viento desde el sudoeste a contracorriente y levantaba olas altas a lo largo de una milla del río. Desde la otra orilla no se podía ver nada; no había luces, e incluso de no haber llovido con furia y sin cesar, no se los hubiese percibido.

Al pie de la pequeña empalizada junto a la ancha colina de grava donde atracaba la balsa, un pequeño bote abierto raspaba y golpeaba contra la pared de ladrillos, con un hombre dentro que vigilaba. No había vigías ni nadie a la intemperie en una noche como aquélla. Era la noche después del Sabbath, y la protestante Londres estaba bien dormida. Era imposible aún escuchar el ruido de las ruedas a través del rugido del temporal y la ruptura de las olas que el viento del sudoeste golpeaba contra la pared del río, cuando en plena oscuridad apareció al pie de la escalera un carro que había llegado velozmente, y pronto descendieron de él y se pararon junto al muro cinco figuras, tres mujeres y dos varones. Hablaban en forma atragantada en un idioma extranjero; el que estaba vestido como un marinero corriente, el otro que parecía un caballero; y una de las mujeres llevaba en brazos un pequeño paquete de telas. En cuanto a los otros dos, eran italianos ordinarios, una lavandera y su amigo. A medida que descendían los pocos escalones, el choque del viento asustaba a las mujeres. Los hombres las ayudaron a bajar con cuidado por el declive. El bote estaba amarrado tan fuerte como era posible en medio del oleaje, pero no sin dificultad. La lavandera, que era la Reina, su dama italiana, la enfermera y el paquete —un niño de seis meses— fueron llevados o conducidos al bote y allí tomaron asiento. Estaban vestidos sin adornos ni colores llamativos; el niño dormía; el secreto no fue revelado. Los dos hombres, que habían intercambiado una o dos palabras en francés, se subieron por último, y el bote zarpó.

Era ya la madrugada del lunes, el 10 —o, como debemos decir ahora, el 20— de diciembre del año 1688.

Los remos hicieron lo que pudieron en un agua brutal y contra un viento furioso: la corriente los ayudaba, y el curso, fijado casi contra el viento, los empujaba de a poco contra la otra orilla. El pasaje estaba en gran peligro. Navegaban y se sujetaban como podían, el flujo de la marea y las corrientes arremolinadas contra el viento les hacían cambiar de curso a cada momento; el bote era demasiado pequeño para tal carga y para tal clima, y cuando los remos erraban una ola o golpeaban contra la superficie, el peligro era grande.

Al final, el agua se tranquilizó bajo la protección de los edificios y la empalizada de Lambeth, y tras buscar un poco, la habilidad del marinero fue suficiente para encontrar las escaleras públicas del lado de Surrey. Tomaron el anillo, las mujeres silenciosas desembarcaron lo mejor que pudieron, aunque con más facilidad con la que habían abordado. Se despidieron del bote y los cinco se detuvieron al pie de la escalera buscando el coche que debía encontrarlos. Pero no estaba allí.

Todas aquellas historias de desastre que ocurren en tales leyendas y toda la atmósfera de temor que acompaña al abandono de los resueltos, pesaban en la mente de la Reina. Su violencia sureña, convertida en fuerza en la madurez de sus treinta años, su nueva maternidad, la grandeza de una empresa desesperada, el mismo hecho de que ella misma se había opuesto, le prestaban coraje, y sólo se preocupaba del pequeño niño de seis meses expuesto a una tormenta tal.

Intentaron refugiarse como podían bajo la protección del muro de la vieja iglesia que estaba a su derecha, con la ansiedad desesperada de que el llanto del niño los traicionara o, al menos, de que en aquella salvaje noche de diciembre algún paseante trasnochado o algún viajero madrugador o algún vigía con su linterna, doblara por el jardín del Arzobispo y sin preguntar quiénes eran, diera la alarma. El marinero —oculto bajo el nombre de San Víctor—, un noble del Rin, corrió en la noche. Poco después regresó para encontrar a Lauzun aún protegiendo a las mujeres, y con él trajo de una taberna cercana un carruaje que se había retrasado allí. Lauzun acompañó a la Reina y a sus criadas en el interior, el otro, el marinero, se sentó junto al conductor como una especie de guardia en caso de accidente o sorpresa, y salieron a través de la tempestad y las tinieblas en dirección al este hacia Gravesend, a lo largo del viejo camino que había visto a tantos ejércitos marchar, tantas cosas reales victoriosas y abandonadas, y que había sido durante toda nuestra historia la principal avenida de aproximación y retirada.

La aventura estaba completa, y era exitosa; el niño, destinado a nunca reinar, estaba a salvo, y su madre también. Con el alba, la bajada de la marea los condujo, bajo la protección de un leal guardia irlandés, a lo largo del arroyo hacia Foreland Norte; hasta que tras la barrera de Longnose el viento les dio de frente y tuvieron que anclar para esperar la marea: entonces todo ese día y toda la noche siguiente se mantuvieron desesperadamente cruzando el estrecho, trabajando afanosamente por divisar tierra francesa contra un clima enceguecedor. María de Módena, aún desafiante y aún fuerte, yacía abandonada, aún negada en su disfraz, y toleraba el viaje.

Retrato de la Reina de Inglaterra, María de Módena,
realizado por Sir Peter Lely circa 1673.
Tras el derrocamiento de su marido, vivió con él y sus hijos en el palacio de St. Germain-en-Laye.
Aunque Jacobo II era considerado aburrido, la reina María era muy popular en la Corte de París.
Ella y la princesa Luisa María pasaban los veranos en el convento de Chaillot.
Tras morir su esposo, María fue regente de su hijo, Jacobo III, rey de jure de Inglaterra, Escocia e Irlanda.
Luego que su hija muriera de viruela y su hijo fuera exiliado de Francia en virtud del tratado de Utrecht,
quedó sola en París, donde murió de cáncer en 1718.

Mientras tanto, en Londres, Jacobo no podía dormir. Su carácter, muy flexible y angosto, contenía ciertas emociones apasionadas. La seguridad de esta mujer, cuya oposición, violencia y decisiones apresuradas había tolerado durante tantos años, era un asunto de mayor preocupación para él que el último desesperado desastre de un Estado en el que se encontraba sitiado sin esperanza alguna. El uso de opiáceos al que había intentado confiar su descanso durante aquéllos días y noches trágicas había hecho mella en un temperamento ya nervioso y muy herido por la traición de todos aquéllos en quienes había depositado su confianza o amor.  Estaba exhausto con una fatiga extrema y con la desesperante visión de la desgracia que se le presentaba desde todo ángulo.

Hora tras hora de aquel lunes en el clima tormentoso que lo preocupaba, sin poder fijar su mente en ninguna otra cosa, hasta tener noticias de que la seguridad de la Reina significase que había llegado. No fue hasta que el día estaba bien avanzado que llegaron noticias de su embarque y pudo respirar de nuevo. Lauzun había acompañado a la Reina al mar. San Víctor, el mismo que, vestido como marinero, había custodiado al cochero y visto al pasaje embarcarse, regresó a Londres y dio su mensaje al Rey. Sobre el destino que pudiesen encontrar la Reina y el Príncipe de Gales en el Canal de la Mancha en una noche como esa y en medio de ese temporal, no podía decir nada. Jacobo estaba seguro de que prefería confiarlos a los peores peligros del mar antes que verlos caer en manos de cualquier muchedumbre fanática que pudiese haberlos interceptado en alguno de los suburbios sureños de la ciudad.

Aquella noche el Rey podría dormir, pero antes de acostarse se sentó a escribir una carta donde admitía su plan de abandonar la isla y permitir a los que aún lo servían con las armas y pudiesen hacer al menos una “pretensión de lealtad” —también a aquéllos, y los había muchos, “verdaderos soldados” y honorables a su servicio— que abandonasen su causa y que no se arriesgaran más contra una nación que estaba “envenenada” y contra el ejército extranjero que esa nación había “convocado”.

Retrato de Jacobo II por Sir Peter Lely circa 1685.

Las notificaciones que se había preparado en tal apuro para convocar un nuevo Parlamento no habían sido transmitidas aún en su totalidad; algunas todavía estaban allí; él mismo las incendió y miró cómo se quemaban. Entonces, siendo tal vez las diez, se acostó; pero no por mucho tiempo. A la medianoche, se levantó vestido de negro, sin adornos, como había hecho su esposa veinticuatro horas antes, y partió para seguir paso a paso el camino que la Reina había seguido, bajando las mismas escaleras ocultas, a través de los mismos senderos por los jardines de Whitehall hasta el río, para ser transportado rápidamente, sentado junto a Hales, a quien él había protegido por su fe, y por los mismos escalones, por la misma colina de grava donde estaba la balsa hacia la orilla de Lambeth. Mientras se subían al bote en silencio y en una corriente menos peligrosa que la que había hecho peligrar a la Reina, los edificios sobre la costa de Westminster no estaban aún totalmente oscuros, cuando por sobre el ruido de los remos y de la noche se escuchó algo que Jacobo había arrojado al agua en medio de la noche; por el sonido parecía algo de metal pesado, demasiado grande para la mano de un hombre; era el Gran Sello de Inglaterra.

Los dos hombres pasaron a tierra; los caballos estaban listos para ellos. Cabalgaron y cabalgaron durante las últimas horas de la noche; estaban bien metidos en los jardines de Kent cuando aparecieron los primeros rayos tardíos del día invernal, a través de la lluvia, por sobre los acantilados de la costa. Ya era media mañana cuando llegaron al lugar del que embarcarían. Tomaron un buque que esperaba en el estuario y bajaron con la marea, sólo para ser empujados de regreso por la marea de la tarde, caer capturados y, al final, ser llevados de nuevo a la capital donde Jacobo nunca más sería, incluso por esos pocos días, Rey verdadero.

Fue de esta manera que la unidad de la monarquía inglesa, dependiente de la teoría del derecho y la sucesión por seiscientos años, fue disuelta, y que el último intento de encontrar un poder ejecutivo fuerte en Inglaterra que pusiera coto a los ricos y que sostuviera a los muchos contra los pocos fue diluido.

Hilaire Belloc, The Eye-Witness: Being a series of descriptions and sketches in which it is attempted to reproduce certain incidents and periods in History, as from the testimony of a person present at each (London: Eveleigh Nash, 1908). Recopilación de notas históricas que H. Belloc publicó en el Morning Post.


Retrato a lápiz de Hilaire Belloc por C. Creighton Mandell,
aparecido en el frontis del libro Hilaire Belloc: The man and his work,
del propio Mandell y Edward Shanks, con prólogo de G. K. Chesterton
(London: Methuen & Co., 1916).
Belloc trabajó (como revisor, columnista político y editor literario)
para el conservador Morning Post entre 1906 y 1910,
curiosamente mientras ocupaba un escaño en el Parlamento por el Partido Liberal.



viernes, 17 de agosto de 2012

De caballeros, libros y causas perdidas



Vía All Manner of Thing, el blog de C. Burrell, nos hemos enterado de que la Biblioteca Británica, junto con la Universidad de Calgary (Canadá), ha digitalizado y publicado en Internet el manuscrito llamado “Cotton Nero A.x.”, que incluye la versión más antigua conocida de Sir Gawain y el Caballero Verde, así como las poesías Pearl, Patience y Cleanness, en inglés medio. Aunque descuento que los conocimientos de paleografía e inglés antiguo en mis lectores no son como para emprender la lectura (especialmente desde que contamos con la excelente versión moderna de J. R. R. Tolkien), sí son de admirar sus bellas iluminaciones.



Este manuscrito se encontraba en la antigua Biblioteca Cotton, colección bibliográfica con una muy rica historia. Fue iniciada por Sir Robert Bruce Cotton (1571-1631), parlamentario inglés que dedicó su vida a ubicar, comprar y preservar todo el rico material libresco que fue arrebatado a los monasterios tras su disolución en 1536-41. Además de esto, Sir Robert recorría las oficinas públicas en busca de documentos oficiales que corrían también riesgo.

Esta obra bibliófila fue continuada por su hijo Sir Thomas (1662) y su nieto Sir John (1702), aún muchas veces a riesgo de su libertad o la vida. Poco antes de la muerte de este último, la biblioteca fue legada, junto con la Cotton House, al Parlamento de Gran Bretaña. Este cuerpo nombró un grupo de curadores que, eventualmente, mudarían este tesoro a la Casa Essex en la calle Strand. Pero, pronto, cuando se hizo evidente el riesgo de incendio que allí existía, la Biblioteca Cotton pasó a la Casa Ashburnham.

En Casa Ashburnham se le uniría también los volúmenes y registros de la vieja Biblioteca Regia en 1707. Allí, los antiguos manuscritos sufrieron el gravísimo incendio del 23 de octubre de 1731. Toda la sociedad londinense recordaba cómo el bibliotecario de la mansión, el Dr. Bentley, apenas escapó del fuego sosteniendo bajo el brazo el invalorable Codex Alexandrinus. Otros libros, como el Génesis de Cotton, no tuvieron tanta suerte.

Si bien la mansión de los Condes de Ashburnham fue restaurada bajo supervisión directa del Parlamento, al ser fundado el Museo Británico, por ley de 1753, la Biblioteca Cotton se transfirió a ese edificio.

Por tradición, se ha mantenido la clasificación ideada por Sir Robert en el siglo XVII. Éste había dispuesto una serie de bustos de césares romanos para identificar cada sector, de allí señalaba el estante y el número de volumen desde el borde. Es así que Cotton Nero A. x. se leía: “a la altura del busto de Nerón, último estante, décimo volumen”.

La Casa Ashburnham queda en el pequeño patio del deán de la Abadía de Westminster y hoy es uno de los edificios de la Escuela de Westminster. Tras la restauración de la monarquía, en 1660, los Condes de Ashburnham encargaron al arquitecto Inigo Jones (o a su discípulo, John Webb), la construcción de la sede solar de la familia junto al Parlamento de Londres. La casa fue levantada en donde estaba la antigua Casa del Prior de la Abadía y para disponer el jardín, se sacaron los escombros del antiguo Refectorio monástico.

Los Ashburnham procedían de la villa del mismo nombre cerca de la localidad de Battle en Sussex, donde tuvo lugar la batalla de Hastings (1066) que aseguró al duque Guillermo de Normandía la conquista de la corona de Inglaterra. Al menos desde el siglo XII, sino antes, vivieron allí los que serían posiblemente descendientes de una rama de la familia normanda de los Señores de Criol. Hoy se sabe que la proveniencia de los antiguos reyes sajones de Ashburnham no es tal.



Em 1603, el rey Jacobo I llama a su lado en la Torre de Londres a John de Ashburnham (1571-1620), un militar que lo había ayudado a ocupar el trono a la muerte de su tía Isabel I, y lo crea caballero. Pero Sir John parecía no estar apto para la paz, y sin guerras en que combatir, tuvo una vida bastante disipada. Fue así que, ya para principios del siglo XVII, se vio obligado a vender la tradicional residencia familiar para pagar deudas. Deudas que pronto se renovaron y que lo llevarían a prisión, donde lo alcanzará la muerte.

Su hijo del mismo nombre, apodado “Jack”, fue, en cambio, un aplicado servidor público. A cargo de las arcas reales de Carlos I, y acompañando al Ejército Real en sus campañas contra los Parlamentarios, recuperó el honor familiar y logró readquirir la casa solar que se mantuvo en posesión de la familia hasta 1953, año en que murió Lady Catherine Ashburnham, la sobrina del 6º Conde.

El nieto de “Jack”, también de nombre John (1658-1710), fue parlamentario en representación del distrito de Hastings y, por su apoyo contra los Estuardo, los reyes Guillermo III y María II lo crearon Barón Ashburnham de Ashburnham en el Condado de Sussex, par del Reino de Inglaterra, con un escaño en la Cámara de los Lores. Este primer Lord Ashburnham estaba casado con Bridget, hija y única heredera de Sir Charles Vaughan de Porthammel House (en Breconshire), aportando considerables bienes a la familia que vio asegurada así la viabilidad económica del nuevo título noble.

Su hijo mayor, William (1679-1710), fue también parlamentario por Hastings y, al heredar el título, debió abandonar la Cámara de los Comunes y ocupar su escaño entre los Lores. Pero murió al poco tiempo, soltero y sin hijos, por lo que el título y el patrimonio pasaron a su hermano menor, John (1687-1737).

Lord John era hasta entonces parlamentario también por Hastings, pero, a diferencia de su padre y hermano, pertenecía al partido Tory y era un conocido conspirador jacobita. Escándalo fue para sus correligionarios comprobar que tan fácil, como tercer Barón Ashburnham, cambiaría sus lealtades, sentándose entre los Lores del partido Whig. Desde su lugar en la Cámara, apoyó decisivamente a los Reyes de la dinastía Hánover contra todo intento de restauración de los Estuardo y, posiblemente, delató a muchos de sus antiguos co-conspiradores. Fue así que, en 1730, John Ashburnham, 3º Barón Ashburnham, fue proclamado Conde de Ashburnham y Vizconde Saint-Asaph —título que éste pasaría a su hijo John (1724-1812) y se convertiría así en el título honorario que usarían los herederos—.

Este John se convirtió entonces, en 1737, en el 2º Conde, y su hijo George (1760-1830), en Vizconde St. Asaph. Este George estudió en la Universidad de Cambridge, obteniendo la Maestría en Artes en el Trinity College, y fue uno de los curadores del Museo Británico, convirtiéndose en 1812 en el 3º Conde y 5º Barón Ashburnham.

Habiendo fallecido su hijo mayor, el título fue heredado por el segundo hijo, Bertram (1797-1878). Éste era todo un personaje de su época: viajero y explorador, botánico y naturalista amateur, historiador, anticuario y bibliófilo… En sus viajes adquirió una inmensa colección de viejos manuscritos, incunables e impresos que se hizo legendaria.

Su hijo del mismo nombre, Bertram (1840-1913), el 5º Conde de Ashburnham, fue también todo un personaje como su padre. Conoció en Londres a distintos exiliados de las Guerras Carlistas en España y conoció a Don Juan, al que ayudó económicamente, y, eventualmente, a su hijo, Don Carlos, quien causó  especial impresión en Lord Ashburnham.

Tanto fue así que hizo publicidad entre la sociedad británica para la causa legitimista española y prestó un velero de su propiedad, el S.Y. “Firefly”, para contrabandear armas. Financió publicaciones carlistas no sólo de España sino también del exterior y en sus archivos, entre numerosas cartas de carlistas, se cuentan varios números de El Legitimista Español, periódico tradicionalista editado en Buenos Aires por el emigrado carlista Francisco de Paula Oller.



Al mismo tiempo, se convirtió en un ardiente defensor de la causa Jacobita que ayudó a revivir, aún cuando mantenía muy cordiales relaciones con la reina de facto Victoria. En el seno de la Cámara de los Lores, lideró el Partido Jacobita, que ayudó a fundar con varios lords escoceses. Y patrocinó el Club Legitimista del Valle del Támesis, en algún tiempo muy popular entre las clases obreras del sur de Londres —causando alarma a las autoridades—.

No tuvo hijos varones, y el título será heredado por su hermano menor Thomas (1855-1924), que, soltero y sin hijos, sería también el último de su familia en ostentar el título.

Para fines del siglo XIX, las “excentricidades” de los Ashburnham los habían puesto en situación financiera complicada. Fue así que el Parlamento comenzó a negociar la compra de la famosa biblioteca del 4º Conde. El trato no logró cerrarse y, finalmente, los volúmenes se vendieron por separado: muchos están hoy en la Biblioteca Británica, pero otros están repartidos en distintos sitios, como la Biblioteca Nacional de París.

La Casa Ashburnham de Ashburnham Place sufrió graves daños durante la Segunda Guerra Mundial y, al morir Lady Catherine, hija y sobrina respectivamente de los dos últimos condes, los interiores de la casa fueron subastados por Sotheby’s en 1953 y el edificio vendido por partes en los años siguientes. Inviable económicamente, en medio de una grave crisis económica, en 1959 la vieja mansión familiar de los Ashburnham, uno de los edificios más bellos del sudeste inglés, fue demolida en su mayor parte. Hoy en día, los restos se utilizan como residencia, casa de retiros y salón de conferencias.



Sic transit gloria mundi…


viernes, 10 de agosto de 2012

Player's



En marzo de 1832, William Wright fundó una pequeña fábrica de tabaco en el barrio de Broadmarsh en la ciudad de Nottingham. Wright hizo una considerable fortuna y cuarenta años después pensó en vender. Fue así que en 1877, John Player se hace cargo de la ella.

Poco después, Player la muda a Radford, hacia el oeste del centro de Nottingham, donde comienza la construcción de las Castle Tobacco Factories. En un primer momento, sólo uno de los tres edificios fue usado para el procesamiento y empaquetado del tabaco, siendo alquilados los otros dos inmuebles.

John Player fue tal vez el primero en vender el tabaco empaquetado —hasta ese entonces, los clientes adquirían el mismo por peso y lo envolvían en papel de diario. Los paquetes llevaban el nombre de “Player’s”, haciéndose equivalente de confianza en la calidad y constancia de la mezcla.

Pronto incorporó a sus hijos, John Dane Player y William Goodacre Player, tomando la empresa su nombre más conocido John Player & Sons, Ltd. of Nottingham.



Sus marcas más conocidas eran “Navy Cut”, “No. 9”, “John Player Special”, “Gold Leaf” y “No Name”. El logo de “Navy Cut”, con un marinero con la leyenda “Hero” en la frente, recorrió el mundo con los barcos británicos.

Sabemos que, entre otros, J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis (y su hermano Warren) fumaban, de vez en cuando, “Navy Cut” de Player’s. También lo hacía James Bond, el personaje de Ian Fleming.

Navy Cut” (corte naval) se refiere a la forma en que, en el siglo XIX, los marinos de la Armada Real Británica transportaban el tabaco durante sus travesías en alta mar en la forma de rollos de hojas de tabaco prensadas. A medida que el tabaco estaba maduro, los marineros iban cortando pequeños trozos con los que armaban sus cigarrillos o llenaban sus pipas.



En 1901, John Player & Sons, amenazada por la desenfrenada competencia de cigarrillos estadounidenses, se fusionó con Imperial Tobacco, entonces propiedad de la familia Wills en Bristol. El acuerdo implicaba que Player’s retendría su propia identidad y sus marcas más características, y así fue durante setenta años.

Las marcas de Player’s tuvieron una última época de oro a fines de los ’60 y comienzos de los ’70, cuando sus colores adornaban los autos Lotus de la Fórmula Uno y las motocicletas de carrera Norton.

Incluso en la Argentina, el negro y oro de la marca de cigarrillos “John Player Specials” tuvo su auge.

En los ’80 comenzó su decadencia. Las fábricas de Nottingham se redujeron mucho y las marcas son producidas en otros sitios. Incluso “Gold Leaf” fue vendida a la competencia de Imperial, la British American Tobacco (BAT).

Una de las innovaciones comerciales de John Player fueron las tarjetas o figuritas coleccionables que venían en los paquetes. Ya en 1893 hubo una pandemia de coleccionistas de la serie “Castles and Abbeys” (castillos y abadías). Aún hoy son muy apreciadas (¡y caras!) las series “Footballers” (futbolistas) del ’26, “Civil Aircraft” (aviones civiles) del ’35 y “Motor Cars” (automotores) del ’36.

También hubo series sobre escritores. Y de allí hemos sacado esta curiosidad:



Antes que nos censure algún alma puritana, recordamos lo de G. K. Chesterton:

El hombre libre es dueño de sí mismo. Puede hacerse daño, tanto comiendo como bebiendo; y puede arruinarse jugando. Si lo hace, ciertamente que es un condenado tonto, y puede que sea también una condenada alma. Pero sino, no puede decirse que sea un hombre libre, no lo es más que un perro.” (Charla radiofónica del 11 de junio de 1935.)


martes, 7 de agosto de 2012

Sobre abadías, nobles, cabañas e inmigrantes



La escritora estadounidense Elena María Vidal (seudónimo de Mary-Eileen Russell, neé Laughland) es, además de historiadora de profesión, una exitosa autora de novelas históricas ambientadas en el reinado de Luis XVI, la Revolución Francesa, etc. Mantiene, además, un muy interesante blog llamado “Tea at Trianon”. Traducimos y reproducimos a continuación un interesante comentario a la exitosa serie británica “Downton Abbey”, creación del Barón Fellowes de West Stafford en el condado de Dorset.


¿Ya basta de “Downton Abbey”?

—Ha llegado la hora —dijo la morsa—
De que hablemos de muchas cosas:
De barcos... lacres... y zapatos;
De reyes... y repollos...
(A través del espejo y lo que Alicia encontró allí)

Como muchos de ustedes saben, estoy escribiendo una novela sobre mis antepasados irlandeses que se establecieron en el salvaje Ontario en la década de 1820. Un amigo me envió un artículo con el título “Ya basta de ‘Downton Abbey’: Necesitamos una nueva ‘Familia Ingalls’”. Me sonreía mientras leía las siguientes palabras: “Ya basta de palacios y reyes; quiero ver una cabaña y una carreta.” Me encuentro trabajando para recrear la vida de la cabaña de mi tatarabuelo que levantó con sus propias manos. Cuanto más investigo a Daniel O’Connor, más me maravillo con lo que logró y cómo luchó por educar a una gran familia mientras mantenía la práctica de la fe católica a pesar del prejuicio local. Conocido por su agudeza, su humor y su cortesía, se convirtió en el primer magistrado católico irlandés del condado de Leeds en Ontario. Era un hombre de honor y un verdadero caballero; me enorgullezco de ser su descendiente.

En cuanto a “Downton Abbey” versus “La familia Ingalls”, ¿por qué no podemos tener palacios y cabañas? ¿No hay, acaso, buenas historias que necesitan ser contadas? ¿O nos estamos acercando a la postura marxista para la cual todo lo que tenga que ver con la aristocracia no es más que estar caminando en el barro? Me sorprende que luego de todo este tiempo viendo a los regímenes marxistas caer uno tras otro durante los últimos cien años aún veamos el mundo en términos de lucha de clases, tal como si fuésemos bolcheviques. Como buenos marxistas, nos enfocamos en el mundo material más que en el espiritual; en el mundo material, las posesiones reinan por sobre todo. Suponemos que aquéllos que más tienen son más felices que aquéllos que menos tienen, lo que nos conduce a envidiar a los más favorecidos, y así el marxismo se ve alimentado con la envidia y la ambición. Habiendo estudiado a reyes y personajes aristocráticos históricos durante buena parte de mi vida, puedo afirmar que la felicidad no tiene absolutamente nada que ver con la riqueza o el poder.

Lo que nos recuerda a María Antonieta. El autor del artículo citado la menciona en las siguientes líneas:

“Las obras históricas que tienen lugar en escenarios aristocráticos sólo fomentan la paradoja. Mayor indignación moral y mayor disfrute de lo fantástico: un más alto grado de desigualdad social, con sorprendentes niveles de glamour en la cima. Seis años atrás, el crítico de la cultura Camille Paglia escribió un ensayo sobre la repentina popularidad de María Antonieta, la reina decapitada de Francia, entre los escritores y cineastas. En el transcurso de un año, la antigua reina se convirtió en el objeto de dos novelas históricas, un estudio académico, dos documentales y un filme dirigido por Sofia Coppola.”

Tal vez es porque sé lo que sé sobre ella que no encuentro nada glamoroso acerca de la vida de María Antonieta. No hay nada de glamoroso en casarse con un completo extraño y en tener que dar a luz en público. Su vida fue una larga tragedia que ella intentó iluminar con los recursos que tenía más a mano, para ella misma y para los demás. Sufrió una muerte ignominiosa sabiendo que a sus pequeños hijos les esperaba el tormento de una húmeda prisión. Estudiar y escribir acerca de ella no tiene nada de “escapismo”, sino una somera meditación sobre las cuatro postrimerías.

Sin embargo, un aspecto agradable de la vida de esta reina, uno que es completamente ignorado o ridiculizado, es el enorme interés que ella tuvo por las vidas de los pobres y  de los campesinos. Lo cual tuvo numerosas manifestaciones prácticas, tales como la construcción de casas para los desposeídos y la fundación de hospicios para huérfanos. Esto no lo vio como algo extraordinario; era para ella simplemente su obligación.

Lo que nos devuelve a los Crawley de Downton Abbey. Aunque los lujosos vestidos, las escenas románticas y la mansión son algo lindo de ver —el entretenimiento debe, se supone, entretener—, lo que subyace en el nudo del drama es esa seria responsabilidad que llamamos nobleza obliga, la obligación de aquéllos que tienen que ocuparse de aquéllos que no tienen. Lo que coloca a “Downton Abbey” en un lugar distinto al de otros programas de televisión referidos a gente privilegiada es que en “Downton Abbey” existe un código de honor. Lord Grantham se rehúsa a seducir a una mucama porque sabe que eso sería una ventaja injusta debido a su rango, dejando de lado que sabe que eso es cometer adulterio. En “Downton” queda claro que el honor no pertenece a ninguna clase social en particular, hasta Bates, el valet cojo, es un príncipe, lo mismo que Carson, el mayordomo. Thomas, el lacayo, por el contrario, es un delincuente y el nuevo rico Sir Richard nos demuestra que el viejo refrán sobre monas vestidas de seda aún es cierto.

¿Es antiestadounidense disfrutar “Downton Abbey”, como alguien dijo? Por lo mismo, ¿es antiestadounidense leer o escribir sobre monarcas europeos que aún tienen un papel protagónico en obras de ficción histórica? Los estadounidenses, como cualquier otra persona, disfrutan las buenas historias. Nuestros antepasados, venidos de distintos continentes y culturas, se contaban historias, muchas de las cuales hoy pondríamos en la categoría de cuentos de hadas, y las historias más viejas, de mitos. Muchas, sino la mayoría, de esas historias se referían a reyes, reinas, princesas y príncipes. Aquéllas que se refieren a campesinos, terminan con el campesino enriqueciéndose o llenándose de comida, y, en general, también incluye el matrimonio con un miembro de la nobleza. Esto no es sólo la materia prima de los sueños, sino de las historias que hoy se vuelven a contar en libros, películas y series de televisión, y que nos pueden ayudar a tratar con el presente, no escapándonos de él, sino viéndolo a la luz de una gran tragedia, de un gran romance o de ambos. Para citar a la guionista Barbara Nicolosi:

“Aristóteles escribió en su Poética que las historias son importantes porque sirven a dos instintos primarios en nosotros: el instinto de imitación y el instinto de armonía. Aprendemos por imitación, y en los cuentos, tenemos la oportunidad de aprender muchas más lecciones vitales que las que nos puede enseñar nuestra propia experiencia de vida. En los cuentos, aprendemos indirectamente a través de personajes amados, es decir con mucho más disfrute que con los golpes de la escuela de la vida. El instinto de armonía nos lleva a buscar en los cuentos todas las cosas que la vida real no nos puede ofrecer —la destreza en un oficio, el tomar altos riesgos, el acceso íntimo a las vidas de otros, la inteligibilidad de sus elecciones y motivos, la unidad argumental donde las partes aburridas o irrelevantes quedan fuera, y la satisfacción de un final—. De un modo muy real, necesitamos historias que nos enseñen a vivir. Disfrutamos las lecciones porque las historias nos deleitan con su arte.

”En segundo lugar, Aristóteles dice que la sociedad necesita historias que lleven a su gente a experiencias catárticas de misericordia y de temor al mal. Deberíamos poder salir de una obra de teatro o una película preguntándonos: ‘¿cómo pudo pasar esto? ¿de dónde salió todo este problema?’, mientras que, al mismo tiempo, sentimos ‘gracias a Dios que no me sucedió a mí’.”

Debo decir que es mucho más difícil escribir sobre inmigrantes irlandeses en el  bosque canadiense que sobre María Antonieta. La historia de María Antonieta es la tragedia perfecta. Pero aún así, los campesinos irlandeses que vinieron al Nuevo Mundo tienen un buen potencial para el drama. Cuando uno no tiene nada, entonces no hay otro lugar al que acudir… más que arriba.

La dama Maggie Smith en el rol de la Condesa Viuda de Grantham,
tal vez el personaje más popular de la serie.


lunes, 6 de agosto de 2012

Edad Media, entre las historias y la Historia: A propósito de "Game of Thrones"



“Juego de Tronos” como historia:
No es tan realista como parece… y eso está bien

Por Kelly DeVries, Foreign Affairs, March 29, 2012.
 Traducimos y reproducimos a continuación la siguiente nota del profesor DeVries no tanto por la serie de ficción “Juego de Tronos” (Game of Thrones), sino por su retrato de lo que fue el medioevo en realidad. Advertimos que el área de especialización del autor es la historia bélica de la Edad Media, por lo que sus afirmaciones fuera de ese ámbito nos merecen algunos reparos que incluimos como comentarios al final. Finalmente, nos queda decir que la serie “Juego de Tronos” tiene cierto grado de violencia y sexo explícito que no la hacen recomendable para todas las sensibilidades.-

Sean Bean en su muy digno papel como Ned Stark,
el caballeroso Jefe de Casa Stark, Señor de Invernalia y Guardián del Norte.

Durante medio siglo, la fantasía ha sido, en esencia, una serie de notas al pie de la obra de Tolkien. Esto fue así hasta George R. R. Martin. La épica de Martin, la serie “Una canción de hielo y fuego” —hasta ahora en cinco novelas, con las dos primeras dramatizadas en una serie de HBO por David Benioff y D. B. Weiss con el nombre “Juego de Tronos”— se aventura resueltamente fuera del cajón de Tolkien y, en el proceso, ha revitalizado todo el género. Fuera han quedado los hobbits, los elfos, los enanos no-humanos, los ents, los balrogs y los artilugios más mágicos (aunque no toda la magia ni las criaturas mágicas). También fuera quedan las simplicidades maniqueas de un mundo donde la mayoría de los personajes rápidamente pueden ser clasificados como buenos o malos. La saga de Martin tiene pocos héroes unidimensionales y mucha gente con personalidades complejas.

Una canción de hielo y fuego” está enmarcada en un mundo modelado sobre la base de la Inglaterra medieval, y muchos dicen que la clave de la popularidad de la serie está justamente en ser un retrato fiel y sensible de la vida medieval. Millones de lectores y televidentes han conformado un apasionado vínculo íntimo con la creación de Martin, dicen, porque, justamente, no es una historia simple sino, por el contrario, una que está enraizada en la experiencia humana real. El mismo Martin ha alentado esta línea de especulación, alegando que él lee “todo lo que llega a mis manos” sobre historia medieval, mucho de lo que ha incluido como bibliografía en su web para aquéllos que estén interesados en sus fuentes. ¿Pero esto es correcto? ¿Qué tan realista es “Una canción de hielo y fuego”?

La respuesta es “no mucho”. Antes de que las hordas de fanáticos enojados apunten sus catapultas en mi dirección, sin embargo, dejadme darme prisa en agregar que esto es algo bueno, no algo malo. Como historiador de este período, os puedo asegurar que la Edad Media real era muy aburrida —y si la épica de Martin hubiese sido verdaderamente fiel desde el punto de vista histórico, también habría sido muy aburrida—. Me alegro que Martin se tome todas las libertades que se toma, porque prefiero que mis lecturas de ficción sean entretenidas. También lo pensaba así la gente medieval, y es por eso que las creaciones literarias más populares de la época eran casi tan fantásticas como las de Martin.

Ningún godo de nombre Beowulf arrancó el brazo de un monstruo llamado Grendel ni peleó, luego, con la madre del monstruo en una cueva. Es posible que haya habido algún jefe guerrero escandinavo de la temprana Edad Media llamado Beowulf, pero si existió, su vida probablemente pasó cultivando, pastoreando, cazando, pescando y, tal vez, juzgando en algunas pequeñas disputas locales o incursionando contra algún enemigo. Posiblemente existió un jefe guerrero llamado algo así como Arturo que vivió en la Britania celta post-romana, pero, en el mejor de los casos, habrá liderado una pequeña y fracasada campaña defensiva contra los invasores sajones. Merlín, Excalibur, la Dama del Lago, el Grial, Lanzarote, Ginebra, Galahad y todo lo demás fueron imaginados por Geoffrey de Monmouth en el siglo XII y por sus sucesores. San Jorge no mató un dragón; Robin Hood no robaba a los ricos ni combatía al Sheriff de Nottingham. Del mismo modo que Martin, los autores de estas historias inventaban cosas más que tomarlas de la vida real, porque la realidad que los rodeaba era demasiado aburrida y monótona.

Durante la Edad Media, la mayoría de los campesinos y aldeanos llevaban una vida bastante estática. Trabajaban de niños, trabajaban como adolescentes y trabajaban siendo adultos; se casaban, tenían hijos y morían, en general jóvenes y, posiblemente, tras vivir hasta la longeva edad de 55 años. [1] No había demasiada violencia que interrumpiese su existencia. No sabían leer, no salían en busca de aventuras y tenían muy poco entretenimiento más allá de la Misa y los días festivos. [2]

Un campesino medieval que laborase en el campo o un artesano que trabajase en la ciudad tenía ciertamente una vida más difícil que la de un granjero u obrero actual, [3] pero el grado de miseria no debería ser sobreestimado. Mundano y aburrido no significa necesariamente más duro, y duro no necesariamente significa infeliz. Los retratos de la literatura contemporánea como Los Cuentos de Canterbury de Chaucer no muestran una existencia diaria ni un estado mental en las clases bajas tan terrible. Y la brutalidad inmisericorde que regularmente sufren las clases bajas en obras de ficción como la de Martin no refleja la realidad —no menos porque hubiese sido económicamente estúpido abusar de gente de cuya productividad dependía su propia vida—.

En cuanto a los propios nobles, tenían una vida un poco mejor. Se alimentaban con una dieta más variada, tenían más posesiones y tenían un mayor número de conocidos; podrían haber tenido más educación y mayores posibilidades de entretenimiento. [4] Pero sus vidas eran también aburridas. La mayoría de los hombres de cuna noble eran entrenados en artes militares que nunca usarían, y la mayoría de las mujeres eran enseñadas en artes domésticos que sí usarían, repetidamente (aunque sólo después de que sus padres y hermanos las hubiesen intercambiado con el oferente mejor posicionado desde el punto de vista político). La violencia podría haber sido más diversa en este nivel social, pero es improbable que hubiese sido más frecuente. No había incesto (al menos no hay registros), ni enanos, y pocos asesinatos.

Algunos de los incidentes y personajes de “Una canción de hielo y fuego” están sí tomados de la historia medieval real. Por ejemplo, los dragones, estaban en todos lados, especialmente en Inglaterra y Escandinavia. No eran dragones reales, naturalmente, sino metáforas del mal. Los íconos religiosos con frecuencia muestran a San Jorge y a San Miguel derrotando dragones, lanceándolos o pisándolos, respectivamente. Los dioses y héroes escandinavos como Beowulf con frecuencia los mataban en el curso de sus obligaciones como protectores de la gente más débil. Y en 1388 el cronista, en general muy confiable, Henry Knighton incluso notó que un “fiero dragón” había sido visto volando por el norte de Inglaterra.

El sometimiento al escarnio público de Cersei Lannister en “Una danza con dragones” tiene precedentes tanto medievales como antiguos. La pena capital en realidad sólo era permitida en la Edad Media para un único crimen: la traición. Lo común era que los traidores nobles fuesen decapitados —como Ned Stark— mientras que los plebeyos eran ejecutados de maneras más creativas. (En 1305, William Wallace [5] fue colgado casi hasta morir, y luego, fue castrado, destripado y, finalmente, decapitado, tras enroscar sus intestinos en un poste.) Para el adulterio, la pena normal era la humillación, y el escarnio público era lo que se usaba con las mujeres nobles. Tras su captura, Juana de Arco fue arrastrada por la Francia ocupada por las fuerzas inglesas en una muy lenta caminata de vergüenza antes de sufrir su juicio y muerte en la hoguera por traición (a la Iglesia). Martin dijo que basó la caminata de Cersei en la de Jane Shore, amante de Eduardo IV, a fines del siglo XV (aunque su interpretación debe más a la representación de William Blake del hecho que a la pena que realmente tuvo que padecer Jane). [6]

Martin da a Vargo Hoat, el líder sádico de los Titiriteros Sangrientos, la marca registrada de arrancar las manos y los pies de sus víctimas. El rey Juan de Inglaterra hizo eso con los rebeldes heridos durante el sitio al castillo de Rochester en 1215 [7], y John de Worcester dice que Haroldo hijo de Godwin se lo hizo a Alfredo Aetheling y sus compañeros en 1036. [8]

Como nota Martin, las espadas eran importantes. Eran las armas del liderazgo, tanto objetos ceremoniales como herramientas militares efectivas. Una espada podía ser entregada a un muchacho como obsequio al nacer o ser bautizado, y podía llegar a crecer jugando con ella y con otras espadas más livianas hasta que se convirtiese en una herramienta que pudiese empuñar con fuerza y agilidad. Una espada podía también serle presentada cuando un hombre se mostraba digno de ella, como el caso de Garra, que el comandante de la Guardia de la Noche entrega a Jon Snow en “Juego de tronos”. Y como Garra, las espadas podían ser bautizadas y sus pomos podían reemplazarse según la necesidad o el deseo de su dueño.

En la batalla del Aguasnegras, en “Un choque de reyes”, la flota de Stannis Baratheon es derrotada por recipientes con “fuego salvaje” y una enorme cadena que cruza el río. Aquí Martin probablemente estaba pensando en Constantinopla, la capital del Imperio Romano de Oriente. Los bizantinos tenían en su arsenal el fuego griego, una sustancia petrolífera que podía ser bombeada a través del fuego para crear un lanzallamas. Las semillas naturales que producían el fuego griego parecen haberse extinguido a comienzos del siglo XIII, pero más tarde los ejércitos musulmanes lograron producir una versión sintética y la pusieron en recipientes que podían ser lanzados con la mano o una catapulta. Este tipo de arma incendiaria era muy poco efectiva por lo que rara vez se usó.

Las cadenas que cruzaban ríos o cerraban puertos, por otro lado, eran muy efectivas. Una gran cadena cruzaba el Cuerno de Oro, protegiendo así a Constantinopla. Se desconoce cuándo fue colocada, pero las sagas islandesas la registran como un obstáculo al que tuvo que sobreponerse Haroldo el Duro, luego rey de Noruega [9], para escapar de la ciudad a mediados del siglo XI: su buque apenas pudo hacerlo pasando por encima de la cadena, mientras que otro se hundió intentándolo. Otras cadenas protegieron los puertos de Rodas, la ciudad de York, la fortaleza de Golubac en el Danubio [10] o, incluso, siglos después, en West Point sobre el río Hudson. [11]

La descripción de la guerra medieval que hace Martin tiene, es cierto, algunas exactitudes, pero, del mismo modo que pasa con su descripción de la vida medieval en general, la empaqueta con mucha más acción que lo que ocurrió en la historia. El resultado deseado en la guerra medieval no era, en general, la muerte del enemigo, sino su retirada. Intentar matar al enemigo era costoso y potencialmente riesgoso; era más fácil obligarlo a escapar. Las batallas con frecuencia se decidían por factores aleatorios como la muerte de un líder, el heroísmo o el entusiasmo relativo de los contendientes. La buena estrategia consistía en encontrar una forma de desafiar a las fuerzas más débiles que se pudiesen encontrar, causándoles pánico y obligándolas a romper filas, y, entonces, reclamar rápidamente la victoria. Con frecuencia las batallas medievales no tomaban más de 20 ó 30 minutos desde su inicio hasta su final; las luchas más largas eran inusuales.

La batalla de Courtrai, peleada entre el ejército francés y los ciudadanos rebeldes de Flandes el 11 de julio de 1302, fue una de las batallas más sangrientas de toda la Edad Media, en parte porque los ciudadanos rebeldes sabían que si perdían también podrían llegar a ser masacrados. [12] El ejército flamenco preparó el terreno para una esperada carga de la caballería francesa, cavando trincheras que fueron inundadas u ocultadas, y estableciendo sus líneas con un río en la espalda, haciendo la deserción de sus soldados muy difícil. Los soldados flamencos no rompieron la línea ni corrieron cuando la caballería francesa cargó contra ellos, y por ello la batalla tomó varias horas de lucha. Las fuerzas flamencas estaban armadas con lanzas y palos como picas que fueron usados para derribar a la caballería francesa de sus cabalgaduras, luego de lo cual se podía dar el toque final con una daga. Cientos de hombres murieron, quizá tantos como mil.

Pero por cada Courtrai, hubo muchas Patay (1429) [13], donde las tropas inglesas esperaban emboscadas para abandonar rápidamente el campo cuando fueron vistas por los franceses, y Towton (1461) [14], con un corto intercambio de arquería seguido de una única carga de caballería de York que produjo la desbandada de los Lancaster. Ni Patay ni Towton —ni las rutinarias e interminables campañas militares que resultaban en poca violencia y mucho aburrimiento, problemas logísticos y disentería— son materia prima para la buena literatura fantástica. Martin lo sabe, por eso es que convierte en norma Courtrai y su inusualísimo nivel de violencia.

Por momentos, Martin claramente rememora la Guerra de las Rosas, aquélla en la que se enfrentan la casa de Lannister (Lancaster) con la casa de Stark (York), y hay paralelismos con las invasiones de los mongoles [15] (los dothraki), la Liga Hanseática [16] (las Ciudades Libres), etc. Pero no tiene sentido buscar en demasía los elementos “reales” que subyacen en el texto, puesto que lo verdaderamente cautivante del mundo de Martin —las descripciones detalladas, la fuerza de los diálogos, los personajes multifacéticos, los desarrollos intrincados y las historias paralelas— surgen no de su materia prima, sino de su propia imaginación. Eso es lo que termina siendo magia de verdad.

Una de las imágenes de mayor estética medieval de la serie:
Ser Loras Tyrell, "el Caballero de las Flores" en una justa.



[1] Sin embargo esta afirmación del autor es algo gratuita. Las últimas investigaciones arqueológico-forenses indican que la expectativa de vida en la Inglaterra medieval, al menos, era más alta que en las ciudades industriales de fines del siglo XIX y comienzos del XX, siendo únicamente superada en la actualidad.
[2] Dependiendo que entiende uno por “entretenimiento”. Por cierto que las gentes medievales no tenían televisión, Internet, cine, etc., pero tenían un buen número de festividades socio-religiosas a lo largo del año, en las que abundaban la música, la danza y la poesía.
[3] De vuelta, depende qué entiende uno por “duro”. Ciertamente, como ha sido demostrado numerosas veces y para numerosas regiones europeas, aún las clases más bajas de la sociedad medieval tenían un vínculo con la tierra que trabajaban o con su taller familiar tal que ni aún el rey podía privárselos. Y ciertamente, menos aún, sus acreedores.
[4] Y aún así, estas diferencias de vida entre nobles y plebeyos, no eran tan enormes como las que existen hoy en día en sociedades del primer mundo entre los empresarios y sus empleados.
[5] Se refiere al célebre líder escocés que fue encarnado en la pantalla grande —de manera bastante creativa— por Mel Gibson en “Corazón Valiente”.
[6] “La pena de Jane Shore”, pintura de W. Blake (circa 1780) que se encuentra en la catedral de San Pablo (Londres).
[7] Durante la rebelión de los barones que, eventualmente, llevará a la firma de la “Carta Magna”.
[8] Hay un error. Haroldo hijo de Godwin, el rey Haroldo II de Wessex, no fue el que mató al príncipe Alfredo, hijo de Etelredo “el Indeciso” y hermano de San Eduardo “el Confesor”, sino Haroldo I “Pie de Liebre” (hijo del rey danés Canuto).
[9] Se refiere a Haroldo hijo de Sigurd, llamado “Hardrada” (el Duro), que había sido comandante de la Guardia Varega en Constantinopla y, luego, rey de Noruega entre 1047 y 1066.
[10] También llamada en húngaro Galambóc o en alemán Taubenberg, era una fortaleza serbia que marcaba el límite entre el antiguo Reino de Hungría y el Imperio Bizantino.
[11] Durante la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, en 1778, se puso una enorme cadena cruzando el río Hudson entre la isla Constitución y el Fuerte Arnold para impedir que los buques británicos pudiesen subir río arriba por la colonia de Nueva York.
[12] También llamada la Batalla de las Espuelas de Oro, por la cantidad de caballeros franceses que murieron en ella. Las espuelas de oro fueron colgadas en la Iglesia de Nuestra Señora en Courtrai en agradecimiento por el éxito de la batalla. Unos 80 años después, las espuelas fueron recuperadas por los franceses tras vencer en la batalla de Roosebeke.
[13] Durante la Guerra de los Cien Años (1337-1453) por la corona de Francia, entre las casas de Valois y Plantagenet (éstos, reyes de Inglaterra).
[14] Durante la Guerra de las Rosas (1455-85) por la corona de Inglaterra, entre las casas de York y de Lancaster.
[15] A partir de la segunda década del siglo XIII, los mongoles, que habían ya conquistado media Asia, se precipitaron sobre la Cristiandad. Uno a uno fueron cayendo los reinos y principados de Europa Oriental y Central, hasta que, finalmente, los conflictos internos y la guerra civil forzaron a la horda oriental a frenar su avance.
[16] La Hansa Teutónica fue una enorme confederación de gremios de mercaderes y ciudades libres para el comercio y la autodefensa al norte de las actuales Alemania y Polonia, que llegó a monopolizar el Mar Báltico.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Un regalo de la Editorial Vórtice

Esta obra de MacDonald es un recorrido por un mundo de fantasía que inspiró a autores de la talla de Chesterton (suyo es el prólogo), Lewis (suya la introducción), Tolkien y Barrie. Fue traducida por Carlos R. Domínguez, es nuestro primer libro digital y se puede descargar gratuitamente (pdf).

Phantastes. Cosas de fantasía

› Autor: George MacDonald
› Editorial: Vórtice
› Traducido por: Carlos R. Domínguez
› Lugar: Buenos Aires
› Año: 2012
› ISBN: 978-987-9222-49-2

Índice
Nota del traductor, por Carlos R. Domínguez
Prólogo, por Gilbert K. Chesterton
Introducción, por C. S. Lewis
(y 25 capítulos numerados)

Reseña

“Ha de hacer más de treinta años que compré –casi involuntariamente, pues había mirado el volumen en ese mostrador y lo había rechazado previamente una docena de veces– la edición Everyman de Phantastes. Pocas horas más tarde supe que había cruzado una gran frontera. Yo había estado hundido hasta la cintura en el romanticismo y, probablemente, en algún momento, revolcándome en sus más oscuras y malignas formas, deslizándome hacia abajo por la empinada pendiente que lleva del amor por lo raro, al amor por la excentricidad y de allí al amor por la perversidad. Ahora bien,Phantastes era claramente romántico, pero con una diferencia. Nada estaba más lejos de mis pensamientos en ese tiempo que el cristianismo y, por lo tanto, no tenía la menor idea de lo que esa diferencia significaba. Yo solamente sabía que si este nuevo mundo era extraño, era también sencillo y humilde; que si esto era un sueño, era un sueño en el que al menos uno se sentía extrañamente en vela; que todo el libro tenía una fresca inocencia matinal y también, en forma totalmente inequívoca, una cierta cualidad de Muerte, de buena Muerte. Lo que de hecho hizo en mí fue convertir, más aún, bautizar (aquí fue donde entró la Muerte) mi imaginación” (C. S. Lewis, en la Introducción).