En general cuando se habla de revolución (con o sin mayúsculas y adjetivos toponímicos) tendemos enseguida a poner los ojos en la Francia de 1789. Pareciera que la francesa fue la primera y, luego, el modelo y paradigma de las siguientes.
Siendo que Inglaterra fue el único país de Europa que, aparentemente, fue inmune a la prédica revolucionaria e, inclusive, produjo críticas mordaces como la de Burke, se tiende a considerar esta nación como una especie de bastión del pensamiento “de derecha”. Sin embargo, se olvida que, tan sólo 50 años antes, los ingleses (y demás británicos) sufrían también los embates de otra revolución que cambiaría para siempre su faz cultural, social y política.
En el presente trabajo buscaremos desentrañar y exponer detalladamente lo que fue el proceso revolucionario en la Inglaterra renacentista y moderna. Hablamos del proceso revolucionario inglés y no de la “revolución inglesa”, en primer lugar, pues con este nombre suele denominarse en los libros de historia a los sucesos acaecidos en 1648 (reservándose el de “Segunda Revolución” a los de 1688). Pero además, porque es objetivo de este pequeño ensayo demostrar que los hechos de esos años fueron el resultado lógico de otros que tuvieron lugar desde un siglo antes y que eventualmente culminarán con la derrota definitiva de la rebelión jacobita de 1745.
La sociedad (y, aún, la política) británica conserva como un tesoro una serie de tradiciones y costumbres que suelen entusiasmar a quienes vivimos en sociedades que han sufrido de alguna manera los embates directos de la Revolución Francesa. Incluso la obra de autores liberales británicos nos puede parecer hasta cierto punto aceptable por estar aparentemente libre del espíritu ilustrado que castigó la Europa continental en el siglo XVIII y se expandió junto a los ejércitos napoleónicos por todo el territorio y más allá en el siglo siguiente. Pero ni las apelaciones a un orden natural de carácter racionalista nos deben confundir con la doctrina tomista de la ley natural, ni las costumbres que recuerdan hitos protestantes y radicalmente anti-católicos con las tradiciones medievales de la Inglaterra cuando aún era parte de la Cristiandad. Así tampoco el lejano deísmo de sus principales autores y el Gran Arquitecto de su masonería tienen que ver con el Dios personal, paternal y providente del Evangelio.
Esto lo vieron claramente los dos pensadores católicos ingleses quizás más profundos y sagaces del siglo XX: Gilbert Keith Chesterton y Hilaire Belloc . Pero a veces, quizás por desconocer la historia del proceso revolucionario británico, no llegamos a entender del todo sus condenas al panorama político y cultural británico —desde los imperialistas hasta los fabianos— y sus llamados a la restauración de la verdadera Inglaterra, la verdadera Escocia y la verdadera Irlanda cuya alma tradicional (y culturalmente católica) aún pervivía en algún pub de la campiña inglesa, en la cima de alguna colina de las Tierras Altas escocesas y en las sesiones de los trovadores irlandeses.
Si este pequeño ensayo histórico (desde una perspectiva que pretende ser católica y tradicional) permite que comprendamos mejor a estos dos autores, habré cumplido ampliamente mi objetivo.
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La Reforma inglesa toma características completamente diversas a las de la Reforma luterana y calvinista en el Continente. Éstas fueron rebeldías teológicas más o menos diversas que tuvieron un primer arraigo en territorios que hacía relativamente poco habían sido incorporados a la Cristiandad. Como sostiene Belloc , sin el apoyo oficial inglés, estas rebeliones hubiesen terminado languideciendo por inanición o pereciendo a manos de las espadas de una Cruzada, como ocurrió en los siglos anteriores con los albigenses y los husitas, y ocurrirá simultáneamente con algunas sectas fanáticas refugiadas en las aldeas alpinas.
La Reforma inglesa comenzó como muchas otras rebeliones hacia la autoridad papal en la Edad Media. Frecuentemente se ha magnificado, creo que injustamente, el papel de Enrique VIII. Más allá del martirio de personalidades notorias como el ex canciller Tomás Moro o el obispo Juan Fisher, el rey Enrique intentó siempre contener su cisma dentro de la ortodoxia, posiblemente con la idea de una futura aceptación por parte de Roma de los hechos consumados. Así se explica la feroz persecución que dio a luteranos y calvinistas en sus territorios, al mismo tiempo que gustaba de mostrar el título de “Defensor de la Fe” que los Papas le habían concedido. Comparando con monarcas medievales como Federico II o Felipe el Hermoso, Enrique VIII no fue muy distinto.
Podemos decir que entre 1534 (año de proclamación del Acta de Supremacía) y 1547 (año de la muerte del rey Enrique) Inglaterra vivió en una especie de catolicismo cismático. Pero es a partir del advenimiento del débil Eduardo VI y el predominio de sus ministros calvinistas (1547-53), cuando Inglaterra comienza a separarse efectivamente de la Cristiandad. Los años siguientes serán de guerra civil: el brevísimo reinado de Juana Grey y el intento de restauración de María I (1553), y, finalmente, la indecisión de Isabel I (1558).
Pero es con la excomunión solemne de Isabel y el establecimiento de la supremacía de la Iglesia de Inglaterra en 1562 cuando Inglaterra levanta definitivamente la bandera de la rebeldía y hunde su espada en el corazón de la Cristiandad, abriendo una profunda herida que irá corroyendo Europa y el mundo hasta la actualidad. Ciertamente, el antropocentrismo renacentista, las Guerras de Italia, el bodinismo y el maquiavelismo, el protestantismo continental, el nacionalismo francés y el alemán, y un largo etcétera harán lo suyo por destrozar el orden europeo medieval; pero el apoyo inglés fue siempre decisivo.
Conductas impensadas en la Edad Media, como el pacto con herejes e infieles, serán en la Edad Moderna moneda común. Aún en los países que permanecieron católicos, el espíritu de la Reforma se impuso a la larga, ya sea en sus relaciones con el poder político (galicanismo en Francia, josefinismo en Austria, regalismo en España), ya en la moral y las costumbres (jansenismo, quietismo, mundanización del clero). Así, cuando la Ilustración dieciochesca —las “novedades francesas”, derivadas antes de las “novedades inglesas”— haga su trabajo de zapa , sobrevendrá la siguiente etapa de la Revolución: la llamada francesa, comenzada en París (1789) y llevada al resto de Europa y el mundo de la mano de las bayonetas napoleónicas y su Código Civil a lo largo del siglo XIX.
Pero volvamos a las Islas Británicas. A sólo seis años del establecimiento oficial del Anglicanismo, en 1568, Isabel pacta con los rebeldes presbiterianos que se han hecho con el poder en Escocia tras el destronamiento de la reina María Estuardo. La célebre “Reina de los Escoceses”, privada de su hijo (el futuro rey Jaime), es expulsada más allá de la frontera y recibida por su prima Isabel que la aloja en una celda por el resto de su vida (mandándola ejecutar en 1587, tras casi veinte años de cautiverio).
El caso es que, en su largo reinado, Isabel impuso el “régimen monstruoso” de que habla Christopher Hollis en el libro del mismo nombre. La enumeración es larga, pero conviene hacerla rápidamente.
A la terrible represión del norte de Irlanda tras el levantamiento de 1579-1601, sigue la concesión de las tierras confiscadas a compañías privadas que “importarán” colonos protestantes y darán origen así a la “cuestión de Irlanda” que perdura hasta nuestros días. Dos años después tiene lugar la primera persecución masiva de católicos en Inglaterra, que dejaría cientos de mártires; persecución que se reanudará varias veces, destacándose la muy terrible de 1588 que seguirá a la destrucción de la Armada Invencible española.
En el exterior, Isabel tolera, en cierta forma contribuye y se beneficia, de la piratería, de alguna forma origen del capitalismo anónimo moderno (en 1599 se crea la Compañía de las Indias Orientales, primera sociedad comercial moderna).
Pero, lo más importante, contribuye decisivamente al sostenimiento del protestantismo continental. Cuando la “Reina Virgen” fallece en 1603, la Revolución protestante está ya encaminada, reforzada y blindada en todo el continente.
Jaime I de Inglaterra continuará por la senda de su tía con una inmisericordia legendaria. El sobrino segundo de Isabel, ya rey de Escocia como Jaime VI, criado por los presbiterianos que lo habían quitado de manos de su madre mártir siendo un niño, fue tal vez el primer déspota moderno, impulsor de la revolucionaria idea del “derecho divino de los reyes” —a la que intentará enfrentarse en el terreno intelectual el jesuita español Francisco Suárez—. Al mismo tiempo, el rey Jaime dejó en las manos de sus ministros más fanáticos la terrible represión del catolicismo.
Al advenir Carlos I (1625), hijo del anterior, el poder del rey parece estar más seguro que nunca. Pero el despotismo del padre costará la cabeza del hijo. La Inglaterra que doscientos años antes era devastada por las luchas entre distintas ramas de la familia real estaba ahora consolidada y, además, ejerciendo su soberanía sobre todas las Islas Británicas y colonias de ultramar. Y, lo que es más importante, el rey británico era una especie de protector natural de los protestantes de todo el mundo —como demostró en 1627 dando su apoyo a los hugonotes franceses de la Rochela—.
El Calvinismo en ropajes católicos que es el Anglicanismo no podía sostenerse por mucho tiempo unificado. La semilla de la rebelión había fructificado y los “partidos” se multiplicaban, enfrentándose entre sí, incluso con violencia. Por su parte, la burguesía enriquecida primero con la rapiña de los bienes “papistas” y la piratería a costa de las potencias católicas pretendía su porción del poder político. ¿No era la riqueza signo evidente de predilección divina según una peculiar interpretación de Calvino?
En 1628 comienza efectivamente la puja entre el Parlamento y el rey. Es así que a tan sólo tres años de ocupar el trono, Carlos debe prometer la Petición de Derechos que los parlamentarios le ponen delante.
Mientras tanto, en Escocia, los presbiterianos lo desafían levantándose contra los obispos anglicanos que Carlos I les envía. Es así que en 1637 llegan a saquear la catedral de Edimburgo y forman el “Covenant” —una alianza para resistir el supuesto “cripto papismo” de los ministros anglicanos enviados desde Londres—. Los fanáticos presbiterianos alcanzan a invadir el norte de Inglaterra para forzar la firma de ese Covenant por parte del rey.
Dos años después, se reúne en Westminster (Londres) el Parlamento “largo” ya en abierto desafío al rey, y se permite el lujo de juzgar a Lord Strafford, mano derecha del monarca.
Mientras se suceden los problemas en Inglaterra y Escocia, los católicos de Irlanda pretenden ingenuamente aprovechar la ocasión y se producen levantamientos . El “temor” al Papismo, unifica el Parlamento que amonesta solemnemente al rey por una supuesta falta de reacción, al tiempo que interviene en la organización del Ejército. Enviada una expedición a la Isla Esmeralda, nuevamente los católicos son rápida y cruelmente reprimidos.
En un intento desesperado por conservar su poder, Carlos I detiene a los jefes parlamentarios de la oposición; pero el descontento popular alentado por el Partido Parlamentario lo obliga a abandonar Londres a los seis días. Se da inicio así a la llamada “Guerra Civil Inglesa”.
Para poner a los escoceses de su lado, los parlamentarios ingleses se apresuran a firmar el “Covenant” con los presbiterianos. El Parlamento cuenta con los dineros y la simpatía de la burguesía y los nuevos nobles, mientras que, con algunas excepciones notables, la vieja aristocracia —en general, rural y empobrecida— toma el partido del rey.
En 1644 tiene lugar la batalla de la colina de Marston. Los “costillas de hierro” de Oliverio Cromwell, un regimiento fanático de la secta independentista, hacen la diferencia que obtiene la victoria para los parlamentarios. Así, el Parlamento decide imitar el modelo de Cromwell para todo el ejército. Un año después, el “Ejército Modelo”, ahora bajo la jefatura de Cromwell, entonando Salmos y con una ferocidad descomunal, destroza a Carlos I en Naseby.
El rey escapa a Escocia donde es “hospedado” por los presbiterianos. Éstos lo venden seis meses después al Parlamento inglés (enero de 1647). Durante un tiempo, los parlamentarios no saben bien qué hacer con su rey preso, en nombre de quien curiosamente gobiernan.
La caja de Pandora revolucionaria estaba abierta y el 6 de diciembre de 1648 estalla la llamada “Primera Revolución Inglesa”, que —como digo más arriba— fue sólo una etapa de un proceso revolucionario iniciado casi un siglo antes. El Ejército Modelo de Cromwell da un golpe de estado y detiene a 140 miembros del Parlamento sospechosos de entendimiento con el rey. El 9 de febrero del año siguiente Carlos I, quien se consideraba “rey por derecho divino”, pierde su cabeza.
Siguen cuatro años de gobierno parlamentario. Rápidamente el Parlamento “paga sus deudas” y para ello vota el Acta de Navegación estableciendo el monopolio marítimo; monopolio que defiende duramente (y con éxito) en guerra con los Países Bajos. También se encarga de los católicos irlandeses que son masacrados en Drogheda (1649), “para mayor gloria de Dios” según escribió Cromwell en carta al Parlamento .
Las intrigas y la amenaza de una restauración encabezada por Carlos II en el exilio desde 1651 (primero en Escocia y luego en Holanda), llevan al Parlamento a otorgar el poder supremo a Oliverio Cromwell —verdadero precursor de los dictadores (Robespierre, Napoleón, Stalin, Hitler) que cíclicamente la Revolución necesitará para encauzar sus avances y evitar la anarquía que su propia fuerza centrífuga impulsa—.
La dictadura republicana de Cromwell duró sólo cinco años pero dejó marcas imborrables en la cultura británica. Su estatua ecuestre aún se venera en las afueras del edificio del Parlamento en Londres: curiosamente el feroz dictador que fue Cromwell es el prócer de las libertades democráticas británicas.
La llamada “restauración” de 1660 no será tal realmente. La vieja aristocracia casi ha desaparecido o se ha amoldado a las nuevas circunstancias. Carlos II tiene deudas y “perdona” la vida (y la hacienda) de los asesinos de su padre. La mentalidad racionalista, que dominaba la Academia Real fundada ese año, se extendía a medida que “el interés popular por artefactos, máquinas e inventos de todas clases pronto [se convertía] en una obsesión nacional” .
El rey Carlos pretende reestablecer algunas de las costumbres de la vieja Inglaterra, pero vacila entre el absolutismo de su padre y las libertades parlamentarias que había jurado respetar. Su reinado es largo, pero es poco lo que puede hacer sin apoyos.
Carlos II no tiene hijos varones y la corona recaerá a su muerte en su hermano Jaime, el duque de York, que era católico desde 1671. Como previendo lo que pudiese suceder, y con la farsa de un supuesto complot jesuita para incendiar el Parlamento, en 1678 se ordena la detención de unos dos mil supuestos cripto-católicos, muchos de los cuales son ejecutados.
Al año siguiente, el rey disuelve el Parlamento en un último intento por restaurar el absolutismo. Pero el predominio liberal es ya un hecho. Cuando en 1685 adviene al trono británico el católico Jaime II, de nada le valdrán sus promesas de libertad de cultos .
Los protestantes no desesperan, saben bien que las hermanas del rey y sus herederas son protestantes. Pero cuando el 21 de junio de 1688 nace el hijo varón de Jaime II, los hechos se precipitan. Estalla la llamada “Segunda Revolución Inglesa”.
El 5 de noviembre desembarca en Torbay con catorce mil mercenarios Guillermo de Orange, invitado por el Parlamento y con el apoyo de los financistas de Amsterdam . Tras el cambio de bandos del general John Churchill, entran los orangistas en Londres prácticamente sin oposición y a tan sólo veintidós días del desembarco.
En Edimburgo la turba “antipapista” toma la antigua Abadía de Holyrood, la saquea, quema los ornamentos católicos y profana las tumbas de los antiguos reyes de Escocia.
Jaime II parte al exilio. Recibido por Luis XIV de Francia que le promete ayuda, su reinado se limitará por el resto de su vida al Palacio de Saint Germain que le cede el “Rey Sol” —más preocupado por su política continental que por las legitimidades—.
En febrero del año siguiente, Guillermo III y María II son coronados conjuntamente tras jurar la llamada “Declaración de Derechos”. Trece años más tarde, toca el turno a Ana II, hermana menor de María y de Jaime, el “Viejo Pretendiente”.
Mientras tanto, en Irlanda las fuerzas jacobitas resisten ocupando casi toda la isla, excepto la protestante Londonderry. Entre abril y julio de 1689 fuerzas navales inglesas arriban para “liberar” a los protestantes irlandeses. Al año siguiente, Guillermo III desembarca en persona derrotando decisivamente a los católicos en Boyne y Aughrim. En 1691 las últimas fuerzas jacobitas irlandesas al mando de Patrick Sarsfield se rinden en Limerick.
Mientras tanto, el Parlamento hace y deshace a discreción. En 1701, salteándose al menos una decena de candidatos con mejor derecho pero católicos, se sanciona el Acta de Establecimiento que fija al elector de Hánover, Jorge, heredero. Seis años después, tiene lugar el “Acta de Unión” de las coronas inglesa y escocesa —lo que significará la postración socioeconómica de la Escocia interior de las Tierras Altas y las Islas, siempre sospechosa de simpatías jacobitas—.
Como dice Chesterton, “…cuando llegamos a Ana y al primer Jorge sin rasgos característicos, ya el rey no es el que cuenta. Príncipes mercaderes han reemplazado a todos los príncipes; Inglaterra se ha entregado al comercio y al desarrollo capitalista; y vemos establecer, sucesivamente, la Deuda Nacional, el Banco de Inglaterra, el Medio Penique de Word, la Burbuja de los Mares del Sur y todas las instituciones típicas del gobierno comercial. Aquí no discutiré si en conjunto es buena o mala la secuela moderna con sus monopolios metropolitanos, su control financiero complejo y prácticamente secreto, su marcha de maquinarias y su destrucción de la propiedad privada y de la libertad personal. Sólo expresaré que intuyo que aunque sea muy bueno, alguna otra cosa podría haber sido mejor.”
A fines de 1692 tiene lugar lo que Belloc califica el “acontecimiento más notorio… desde la Reforma y la destrucción de la monarquía” , cuando un grupo de financistas, presenta el proyecto que dos años después dará nacimiento al Banco de Inglaterra. A cambio de un préstamo al rey de un millón y medio de libras al 8% anual, el Banco adquiría el derecho a emitir papel moneda. Al mismo tiempo, para el pago de esa deuda, se creaba un nuevo impuesto al tonelaje marítimo. En 20 años la deuda pública británica alcanzaría los 50 millones de libras. Se creaba de esta forma el sistema financiero moderno.
En 1714, tras fallecer Ana, asume entonces Jorge I, el elector de Hánover. Tanto él, como su hijo Jorge II (1727), estarán más preocupados por la situación de sus dominios alemanes que por los de la Gran Bretaña. Aquí es el Parlamento el que gobierna, no el rey, quien se convierte en mera figura decorativa.
La pacificación revolucionaria no fue fácil, especialmente en las Islas Exteriores y las Tierras Altas de Escocia donde existía mayoría católica y profundas lealtades jacobitas. En mayo de 1690 una flotilla norirlandesa bombardea al Clanranald en la pequeña isla de Eigg, asesinando a todos los sobrevivientes. En febrero de 1692 un destacamento gubernamental toma el Glencoe en las Tierras Altas escocesas, masacrando completamente a dos pequeños clanes locales, los MacIain y los MacDonald, atacados por sorpresa. Entre los muertos de Glencoe se contaron 500 “no combatientes” (ancianos, mujeres y niños).
Así fue que en 1715 cuando Lord Mar, ex ministro de Ana, decidió levantar la bandera de los Estuardo en el exilio, desembarcó en Escocia. Pero, poco enterado de la verdadera situación, erróneamente buscó apoyo en las Tierras Bajas que, siendo de mayoría presbiteriana, se lo privaron. Jaime III (VIII de Escocia) llegó a desembarcar, sólo para tener que huir a las apuradas poco más de un mes después. Los jacobitas del norte de Inglaterra también se rebelaron sin éxito. Mal parado, el jacobitismo inglés, que tan necesario será sólo treinta años después, terminó exterminado por el gobierno londinense en los meses siguientes.
Y llegamos así al ’45. El 23 de julio de ese mítico año, desembarcaba en Eriskay (Islas Exteriores) el príncipe Carlos Eduardo, hijo de Jaime, dando origen a la última y quizás la más célebre de las rebeliones jacobitas. El “Buen Príncipe Carlitos”, como fue llamado por el pueblo escocés , congregó a su alrededor a los principales clanes de las Tierras Altas y con ellos marchó hacia Edimburgo . Tomada la capital escocesa, cruzó al poco tiempo la frontera, y llegó hasta Derby a sólo 127 millas de Londres el 4 de diciembre.
Pero sin noticias confiables sobre las defensas de la capital ni del apoyo prometido por los franceses que en realidad nunca pensaron tuviese éxito, los jefes jacobitas y el Príncipe deciden regresar a Escocia a toda velocidad. En el día de 16 de abril del año de Nuestro Señor 1746, en las Tierras Altas Grampianas, en la colina de Culloden, los últimos jacobitas se plantaron frente al ejército del duque de Cumberland, hijo menor del rey hanoveriano, para intentar una última “carga”. Superados en número y armamento, más de mil “highlanders” dejarían su vida en el campo. Más del doble serían literalmente cazados por los soldados “leales” y mercenarios contratados al efecto en los años venideros. El príncipe Carlos emprende un mítico escape por la tierra escocesa, las Tierras Altas y las Islas Exteriores. Nunca más un Estuardo volverá a Gran Bretaña .
Tras Culloden, la Revolución queda asegurada en Gran Bretaña. Las peripecias de los últimos jacobitas pasarán a la leyenda de la mano de tonadas tradicionales de gaita .
Culminado el proceso revolucionario, consolidada la paz en las Islas, extirpado el Jacobitismo y minimizado el Papismo, el poderío económico y militar británico tiene así las manos libres para comenzar a intervenir directamente en el escenario europeo. Los historiadores fijan el ’45 como el inicio del Imperio Británico. Derrotada la sociedad tradicional de las Islas Británicas, los agentes del nuevo imperio comenzaron su tarea apostólica para “civilizar” al mundo.
Gran Bretaña, entonces, mira la Francia de Luis XV e interviene en apoyo de María Teresa en la Guerra de Sucesión Austríaca (1744). Tiempo después, temiendo ahora el poderío de la Emperatriz, hace causa común con Prusia (1756) contra ella, sin descuidar a los franceses a quienes —mientras tanto— arrebata la India y el Canadá (1763).
La independencia de los Estados Unidos de América del Norte (1773-83) será un traspié momentáneo, de lo cual el levantamiento del bloqueo de Gibraltar (1779) es muestra evidente. Tan sólo diez años después, estalla la Revolución Francesa que desparramará las “ideas inglesas” —ahora “ideas francesas”— primero con las bayonetas de Napoleón y, luego, mediante el Congreso de Viena, que consolidará el poderío británico ganado en los campos de Waterloo.
Mientras tanto en Londres, el liberalismo, con figuras descollantes como el primer ministro William Pitt (1757) y su hijo del mismo nombre veinte años después (1782), será el artífice de la política británica y —a lo largo del siglo XIX— de la historia del mundo. Como ha visto Canals Vidal, el caso de los Pitt, padre liberal e hijo conservador, fue bastante paradigmático; lo que sucedió en esa segunda mitad del siglo XVIII fue el corrimiento “hacia la izquierda” de la política británica.
Por su parte, los enriquecidos de la “Segunda Revolución” y la ética calvinista impulsarán la llamada “Primera Revolución Industrial” (1764) que coadyuvará, a la larga, a convertir a Gran Bretaña en un imperio mundial.
Al mismo tiempo, en los Estados Unidos, el fanatismo puritano de los colonos que, en conjunto con las ideas de la Ilustración, fundó esa nación, se transformará con el tiempo en un fanatismo de religión civil (que algunos autores denominan Americanismo) que se extenderá por todo el mundo a lo largo del siglo XX. Como han advertido muchos, el Imperio Estadounidense no es más que la prolongación temporal del Imperio Británico.
Con su sagacidad para la teología de la historia, el autor antes citado recuerda cómo ya Cromwell hablaba del “quinto reino” en referencia a Gran Bretaña. Según la interpretación tradicional —seguida tanto por protestantes como por católicos— de la profecía de Daniel (2,7), las cuatro piezas de la estatua de oro y pies de barro y las cuatro bestias que vienen del mar fueron los imperios babilónico, persa, helénico y romano. Que vienen a coincidir con los siete reinos del Apocalipsis, de los cuales “cinco cayeron, uno es, y el otro no ha llegado aún. Y cuando llegue habrá de durar poco tiempo” (17, 9-10). “Éste que tiene que venir después, y que durará poco tiempo, —dice el autor que seguimos— tal vez sea el Imperio británico (o mejor, británico-americano). Tal vez, porque creo probable que se trate de los dominios mundiales con los que ha tenido que ver la historia del pueblo de Israel.” Recordemos que el Hogar Nacional Judío (precursor del Estado de Israel) se estableció contemporáneamente al fin del Imperio británico o, mejor, su pase de posta al “imperio” estadounidense, sin el cual, Israel no subsistiría políticamente.
“Los poderes mundiales están embriagados de la sangre de los mártires y sobre ellos ha descansado la gran ciudad. El poder político orgulloso, no cristiano, ha sido siempre anticristiano. Y ahora lo es también. Descristianiza y hace idolatrar como algo absoluto y definitivo lo humano, mediante un humanismo idolátrico y antiteístico ante el cual sucumbe —como un Molok ante el cual se hacían sacrificios humanos— la existencia reconocida de la persona individual y su libertad de albedrío.”
En eso estamos. Qui potest capere, capiat.
Mural en honor de Oliver Cromwell en Belfast, Irlanda del Norte.
En la esquina inferior izquierda puede leerse:
"El catolicismo es más que una religión,
es una potencia política.
Por lo tanto, tiendo a creer que no habrá paz en Irlanda
hasta que la Iglesia Católica sea destruida."