“a common aloofness, differently manifested — a common melancholic sense of humour; each in his own way saw life sub specie aeternitatis.” (Evelyn Waugh)
Pues la mirada cristiana de la historia es una mirada de la historia sub specie aeternitatis, una interpretación del tiempo en términos de la Eternidad y de los eventos humanos a la luz de la Revelación divina. Y así la historia cristiana es inevitablemente apocalíptica, y el Apocalipsis es el sustituto cristiano de las filosofías seculares de la historia. (Christopher Dawson)

miércoles, 22 de agosto de 2012

El último rey legítimo y su última aventura



EL FINAL DE LOS ESTUARDO
10 (o, como debemos decir ahora, 20) de diciembre de 1688

Por Hilaire Belloc

Los Reyes de Inglaterra se habían sucedido legítimamente, o alegando ello, desde la conquista normanda hasta fines de 1688, cuando las clases inmigrantes y mercantiles, apoyadas en el fuerte apoyo religioso en Londres y gracias a la impopularidad del Rey en el Oeste, recurrieron a una ejército extranjero y transfirieron la Corona de Jacobo II, el último Rey legítimo, a su hija y su esposo.

En los viejos tiempos, era recomendable para quienes en Londres querían viajar por el Támesis, o cruzarlo, esperar la marea alta, puesto que en todos lados a lo largo del estrecho arroyo que quedaba cuando había bajada, desde antes de Westminster hasta pasando la Torre, se formaban grandes extensiones de barro que impedían aproximarse durante tres cuartos del ciclo de la marea, excepto en unos pocos lugares donde una zanja o un canal entraba en la corriente (como en Fleet) o donde (como en el centro de Londres) se habían construido embarcaderos sobre el agua.

Eran las dos de la mañana y la marea estaba alta aunque no en su punto culmen. La corriente de agua corría bajo los muros del Palacio, pasando San Esteban y a lo largo de las casitas que se apretaban en la costa de Westminster, donde se amarraban los botes. La noche estaba en penumbras, corría un fuerte viento desde el sudoeste a contracorriente y levantaba olas altas a lo largo de una milla del río. Desde la otra orilla no se podía ver nada; no había luces, e incluso de no haber llovido con furia y sin cesar, no se los hubiese percibido.

Al pie de la pequeña empalizada junto a la ancha colina de grava donde atracaba la balsa, un pequeño bote abierto raspaba y golpeaba contra la pared de ladrillos, con un hombre dentro que vigilaba. No había vigías ni nadie a la intemperie en una noche como aquélla. Era la noche después del Sabbath, y la protestante Londres estaba bien dormida. Era imposible aún escuchar el ruido de las ruedas a través del rugido del temporal y la ruptura de las olas que el viento del sudoeste golpeaba contra la pared del río, cuando en plena oscuridad apareció al pie de la escalera un carro que había llegado velozmente, y pronto descendieron de él y se pararon junto al muro cinco figuras, tres mujeres y dos varones. Hablaban en forma atragantada en un idioma extranjero; el que estaba vestido como un marinero corriente, el otro que parecía un caballero; y una de las mujeres llevaba en brazos un pequeño paquete de telas. En cuanto a los otros dos, eran italianos ordinarios, una lavandera y su amigo. A medida que descendían los pocos escalones, el choque del viento asustaba a las mujeres. Los hombres las ayudaron a bajar con cuidado por el declive. El bote estaba amarrado tan fuerte como era posible en medio del oleaje, pero no sin dificultad. La lavandera, que era la Reina, su dama italiana, la enfermera y el paquete —un niño de seis meses— fueron llevados o conducidos al bote y allí tomaron asiento. Estaban vestidos sin adornos ni colores llamativos; el niño dormía; el secreto no fue revelado. Los dos hombres, que habían intercambiado una o dos palabras en francés, se subieron por último, y el bote zarpó.

Era ya la madrugada del lunes, el 10 —o, como debemos decir ahora, el 20— de diciembre del año 1688.

Los remos hicieron lo que pudieron en un agua brutal y contra un viento furioso: la corriente los ayudaba, y el curso, fijado casi contra el viento, los empujaba de a poco contra la otra orilla. El pasaje estaba en gran peligro. Navegaban y se sujetaban como podían, el flujo de la marea y las corrientes arremolinadas contra el viento les hacían cambiar de curso a cada momento; el bote era demasiado pequeño para tal carga y para tal clima, y cuando los remos erraban una ola o golpeaban contra la superficie, el peligro era grande.

Al final, el agua se tranquilizó bajo la protección de los edificios y la empalizada de Lambeth, y tras buscar un poco, la habilidad del marinero fue suficiente para encontrar las escaleras públicas del lado de Surrey. Tomaron el anillo, las mujeres silenciosas desembarcaron lo mejor que pudieron, aunque con más facilidad con la que habían abordado. Se despidieron del bote y los cinco se detuvieron al pie de la escalera buscando el coche que debía encontrarlos. Pero no estaba allí.

Todas aquellas historias de desastre que ocurren en tales leyendas y toda la atmósfera de temor que acompaña al abandono de los resueltos, pesaban en la mente de la Reina. Su violencia sureña, convertida en fuerza en la madurez de sus treinta años, su nueva maternidad, la grandeza de una empresa desesperada, el mismo hecho de que ella misma se había opuesto, le prestaban coraje, y sólo se preocupaba del pequeño niño de seis meses expuesto a una tormenta tal.

Intentaron refugiarse como podían bajo la protección del muro de la vieja iglesia que estaba a su derecha, con la ansiedad desesperada de que el llanto del niño los traicionara o, al menos, de que en aquella salvaje noche de diciembre algún paseante trasnochado o algún viajero madrugador o algún vigía con su linterna, doblara por el jardín del Arzobispo y sin preguntar quiénes eran, diera la alarma. El marinero —oculto bajo el nombre de San Víctor—, un noble del Rin, corrió en la noche. Poco después regresó para encontrar a Lauzun aún protegiendo a las mujeres, y con él trajo de una taberna cercana un carruaje que se había retrasado allí. Lauzun acompañó a la Reina y a sus criadas en el interior, el otro, el marinero, se sentó junto al conductor como una especie de guardia en caso de accidente o sorpresa, y salieron a través de la tempestad y las tinieblas en dirección al este hacia Gravesend, a lo largo del viejo camino que había visto a tantos ejércitos marchar, tantas cosas reales victoriosas y abandonadas, y que había sido durante toda nuestra historia la principal avenida de aproximación y retirada.

La aventura estaba completa, y era exitosa; el niño, destinado a nunca reinar, estaba a salvo, y su madre también. Con el alba, la bajada de la marea los condujo, bajo la protección de un leal guardia irlandés, a lo largo del arroyo hacia Foreland Norte; hasta que tras la barrera de Longnose el viento les dio de frente y tuvieron que anclar para esperar la marea: entonces todo ese día y toda la noche siguiente se mantuvieron desesperadamente cruzando el estrecho, trabajando afanosamente por divisar tierra francesa contra un clima enceguecedor. María de Módena, aún desafiante y aún fuerte, yacía abandonada, aún negada en su disfraz, y toleraba el viaje.

Retrato de la Reina de Inglaterra, María de Módena,
realizado por Sir Peter Lely circa 1673.
Tras el derrocamiento de su marido, vivió con él y sus hijos en el palacio de St. Germain-en-Laye.
Aunque Jacobo II era considerado aburrido, la reina María era muy popular en la Corte de París.
Ella y la princesa Luisa María pasaban los veranos en el convento de Chaillot.
Tras morir su esposo, María fue regente de su hijo, Jacobo III, rey de jure de Inglaterra, Escocia e Irlanda.
Luego que su hija muriera de viruela y su hijo fuera exiliado de Francia en virtud del tratado de Utrecht,
quedó sola en París, donde murió de cáncer en 1718.

Mientras tanto, en Londres, Jacobo no podía dormir. Su carácter, muy flexible y angosto, contenía ciertas emociones apasionadas. La seguridad de esta mujer, cuya oposición, violencia y decisiones apresuradas había tolerado durante tantos años, era un asunto de mayor preocupación para él que el último desesperado desastre de un Estado en el que se encontraba sitiado sin esperanza alguna. El uso de opiáceos al que había intentado confiar su descanso durante aquéllos días y noches trágicas había hecho mella en un temperamento ya nervioso y muy herido por la traición de todos aquéllos en quienes había depositado su confianza o amor.  Estaba exhausto con una fatiga extrema y con la desesperante visión de la desgracia que se le presentaba desde todo ángulo.

Hora tras hora de aquel lunes en el clima tormentoso que lo preocupaba, sin poder fijar su mente en ninguna otra cosa, hasta tener noticias de que la seguridad de la Reina significase que había llegado. No fue hasta que el día estaba bien avanzado que llegaron noticias de su embarque y pudo respirar de nuevo. Lauzun había acompañado a la Reina al mar. San Víctor, el mismo que, vestido como marinero, había custodiado al cochero y visto al pasaje embarcarse, regresó a Londres y dio su mensaje al Rey. Sobre el destino que pudiesen encontrar la Reina y el Príncipe de Gales en el Canal de la Mancha en una noche como esa y en medio de ese temporal, no podía decir nada. Jacobo estaba seguro de que prefería confiarlos a los peores peligros del mar antes que verlos caer en manos de cualquier muchedumbre fanática que pudiese haberlos interceptado en alguno de los suburbios sureños de la ciudad.

Aquella noche el Rey podría dormir, pero antes de acostarse se sentó a escribir una carta donde admitía su plan de abandonar la isla y permitir a los que aún lo servían con las armas y pudiesen hacer al menos una “pretensión de lealtad” —también a aquéllos, y los había muchos, “verdaderos soldados” y honorables a su servicio— que abandonasen su causa y que no se arriesgaran más contra una nación que estaba “envenenada” y contra el ejército extranjero que esa nación había “convocado”.

Retrato de Jacobo II por Sir Peter Lely circa 1685.

Las notificaciones que se había preparado en tal apuro para convocar un nuevo Parlamento no habían sido transmitidas aún en su totalidad; algunas todavía estaban allí; él mismo las incendió y miró cómo se quemaban. Entonces, siendo tal vez las diez, se acostó; pero no por mucho tiempo. A la medianoche, se levantó vestido de negro, sin adornos, como había hecho su esposa veinticuatro horas antes, y partió para seguir paso a paso el camino que la Reina había seguido, bajando las mismas escaleras ocultas, a través de los mismos senderos por los jardines de Whitehall hasta el río, para ser transportado rápidamente, sentado junto a Hales, a quien él había protegido por su fe, y por los mismos escalones, por la misma colina de grava donde estaba la balsa hacia la orilla de Lambeth. Mientras se subían al bote en silencio y en una corriente menos peligrosa que la que había hecho peligrar a la Reina, los edificios sobre la costa de Westminster no estaban aún totalmente oscuros, cuando por sobre el ruido de los remos y de la noche se escuchó algo que Jacobo había arrojado al agua en medio de la noche; por el sonido parecía algo de metal pesado, demasiado grande para la mano de un hombre; era el Gran Sello de Inglaterra.

Los dos hombres pasaron a tierra; los caballos estaban listos para ellos. Cabalgaron y cabalgaron durante las últimas horas de la noche; estaban bien metidos en los jardines de Kent cuando aparecieron los primeros rayos tardíos del día invernal, a través de la lluvia, por sobre los acantilados de la costa. Ya era media mañana cuando llegaron al lugar del que embarcarían. Tomaron un buque que esperaba en el estuario y bajaron con la marea, sólo para ser empujados de regreso por la marea de la tarde, caer capturados y, al final, ser llevados de nuevo a la capital donde Jacobo nunca más sería, incluso por esos pocos días, Rey verdadero.

Fue de esta manera que la unidad de la monarquía inglesa, dependiente de la teoría del derecho y la sucesión por seiscientos años, fue disuelta, y que el último intento de encontrar un poder ejecutivo fuerte en Inglaterra que pusiera coto a los ricos y que sostuviera a los muchos contra los pocos fue diluido.

Hilaire Belloc, The Eye-Witness: Being a series of descriptions and sketches in which it is attempted to reproduce certain incidents and periods in History, as from the testimony of a person present at each (London: Eveleigh Nash, 1908). Recopilación de notas históricas que H. Belloc publicó en el Morning Post.


Retrato a lápiz de Hilaire Belloc por C. Creighton Mandell,
aparecido en el frontis del libro Hilaire Belloc: The man and his work,
del propio Mandell y Edward Shanks, con prólogo de G. K. Chesterton
(London: Methuen & Co., 1916).
Belloc trabajó (como revisor, columnista político y editor literario)
para el conservador Morning Post entre 1906 y 1910,
curiosamente mientras ocupaba un escaño en el Parlamento por el Partido Liberal.



1 comentario:

  1. Hola. Muy interesante el post que ha presentado, de hecho Hilaire Belloc es uno de mis autores favoritos en lo que se refiere al papel que debe desempeñar la institución monárquica de defensa del bien público, del bien común, de la rex-pública, frente a las privatizaciones de la oligarquía capitalista y la plutocracia burguesa.
    Entiendo que de la Orden Jacobita de la Rosa Blanca, donde estaban agrupados todos los Jacobitas escoceses, irlandeses e ingleses, nace el Club Legitimista del Valle del Támesis, también de caracter ideológicamente tradicionalista, antiliberal, cristiano, y monárquico legitimista, pues mantienen los derechos de los Estuardo al Trono de las tres Coronas. Sin embargo, curiosamente a finales del siglo XIX nació en el seno de todo el tradicionalismo jacobita mencionado la denominada Sociedad del Clavel Rojo, que manteniendo su lealtad a los descendientes Estuardo, interpretaron el tradicionalismo político-económico desde una perspectiva antiliberal y anticapitalista, al asumir las reivindicaciones socialistas. Esas reivindicaciones socialistas-cristianas: negación de la deuda nacional, nacionalización de las minas, de las pensiones de vejez, intervención pública sobre la economía del país criticando el capitalismo y su dejar hacer dejar pasar, es realmente curioso y sorprendente. Así me gustaría, si tiene mayor información al respecto sobre Society of The Red Carnation, pudiera también publicarla. Lógicamente aquellos tradicionalistas cerrados interpretaron erroneamente que se trataba de un desviacionismo político trascendental, y acusaron de locos a estos jacobitas que defendían una especie de socialismo-tradicionalista y el monarquismo legitimista. Cuestiones similares ocurrieron en el siglo XX con el legitimismo francés y español, cuando apareció por primera vez el partido Nouvelle Action Royaliste en este mismo sentido, o el Partido Carlista encabezado por el difunto rey Don Carlos Hugo de Borbón. Esa idea de poner a la luz el componente socialista existente en los movimientos políticos tradicionalistas, destaca la protesta de los "rebeldes primitivos", que son los primeros en sublevarse contra los intentos de institucionalización y entromisión del sistema económico de explotación capitalista. Se trata de un "socialismo feudal, de alpargata" pre-capitalista, que se diferencia del socialismo post-capitalista, no tanto en sus reivindicaciones, que también, pues uno es cristiano y el otro posterior es más anticlerical; sino más bien por la respuesta contra el capitalismo, cuando unos responden antes de la entrada del capitalismo y los otros responden una vez el capitalismo ha quedado institucionalizado, y sus demandas son el resultado de los sufrimientos que este sistema económico produce en las masas obreras, campesinas y proletarias. Me gustaría si tiene más información sobre la Sociedad del Clavel Rojo, pues la publicitara.
    Un saludo!

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